Yesenia Daniel y Máximo Cerdio
Jojutla, Morelos; 19 de octubre de 2020. Cuando llega la noche Maritza Herrera Galindo, de 12 años de edad, apenas ha terminado de escribir y mandar tareas por correo o Whats App; esto le preocupa mucho a la niña y no puede dormir bien:
-Mamá, no puedo dormir. ¿Me alcanzará mañana el día para terminar de entregar mis trabajos?
-Ya duérmete, Maritza, descansa, mañana será otro día, sí te va a dar tiempo, no te preocupes, descansa -le dice Graciela Galindo Hernández, su mamá.
Maritza cursa su primer año en la Secundaria Técnica 2 de Jojutla, en otras condiciones estos meses de adaptación en una nueva escuela y en un grado de estudios diferente pasó de la emoción a un estrés diario que se acentúa por la tristeza de extrañar una casa que no se ha podido reconstruir desde hace 3 años del sismo.
Para la mayoría de alumnos de Morelos y de México las clases en línea impusieron un esfuerzo mayor que el de las clases presenciales, pero esta modalidad que se decretó por las autoridades educativas por la pandemia del coronavirus Covid-19 se ha vuelto un obstáculo casi infranqueable para algunos alumnos que tienen que tomar sus clases en condiciones precarias y con herramientas casi obsoletas, como ocurre con las hermanas Herrera Galindo.
Saraí, de 16 años que cursa primer año de Preparatoria; y Melani de 13, el segundo de secundaria y Maritza de 12 años el primero de secundaria, viven en una galera en las faldas de un cerro de la colonia Altavista, en Jojutla: desde el 19 de septiembre de 2017 que el terremoto destruyó su hogar, sus padres no han podido reconstruirlo por falta de recursos y de ayuda, ya que ni la autoridad municipal ni la estatal ni la federal les cumplieron, viven en galeras que han podido construir gracias a la ayuda de los vecinos que les han donado polines, alambre, láminas para techos y trastos que han ocupado para disponer de los básico.
Estas chicas tienen que hacer todos los días las tareas desde tres celulares que les prestaron familiares o amigos, y que el día de hoy ya no funcionan de manera óptima porque los requerimientos de los maestros son cada vez mayores y los aparatos no funcionan con la precisión y rapidez que se necesita.
Hasta hace un mes trabajaban a distancia con un sólo teléfono celular prestado. Saraí, la hermana mayor es quien apoya a sus hermanas y la que se las ingenia para sacar adelante la entrega de tareas, ella va al cibercafé en donde investiga sobre nuevas aplicaciones y plataformas que los maestros les piden para trabajar a distancia, a la vez envía algunos trabajos por correo como algunos maestros les han pedido, o imprime guías de trabajo.
Para esta familia, que vive practicante entre piedras, cada gasto representa un gran esfuerzo que les impacta directamente en su modo de vida, sobretodo en la alimentación.
El padre de esta familia, Ranferi Herrera Morales, es cortador de caña o arroz o chalan de albañil, Graciela es ama de casa y cuando se presenta una oportunidad de trabajo haciendo aseo en casas o cortando hortaliza en el campo gana un poco de dinero.
En esta entrevista en su casa, los papás de las niñas nos confesaron que finalmente el 23 de septiembre pudieron contratar el servicio de Internet en su “casita”, esto les va a costar 500 pesos mensuales, lo que significa la mitad del ingreso total de la familia: tener internet para que sus hijas sigan estudiando es una prioridad, incluso importa más que preocuparse por lo que van a comer a diario.
-A veces mis vecinos o conocidos me ayudan, que Chela ai te va un puñado de frijoles, o ai te van trescientos pesos para que te ayudes, y ai vamos –dice la mamá Graciela.
Contrataron internet porque no les quedaba de otra. Uno de esos días, a las tres chicas se les juntaron las clases, dos de ellas tenían a las 3:30 horas y la otra a las 3:40, ahí ya no pudieron; algunos familiares les prestaron dos teléfonos para que cada una tuviera uno.
Antes de que tuvieran internet el papá compraba una recarga de 100 pesos de saldo cada sábado pero para el miércoles o el jueves el saldo se terminaba y las niñas se quedaban sin clases.
Ni ellas ni sus padres tienen dinero para comprar celulares nuevos o laptops que les permitirían aprovechar sus capacidades, ya que aunque las estudiantes viven en condiciones difíciles les gusta estudiar y tratan de ser cumplidas con sus tareas.
Chela, resalta lo buenas que son sus niñas para la escuela, Melanie le pasó la bandera a Maritza en la primaria, las dos fueron las abanderadas de la escolta; Maritza, la más pequeña quiere ser ingeniera mecánica, Saraí, abogada.
A las niñas les preocupa que les alcance el día para completar las tareas y entregarlas, a Chela, a estas fechas, le angustia el posible regreso a la escuela en enero por la compra de uniformes, zapatos y útiles escolares, aunque hasta el cierre de esta edición la Secretaría de Educación no ha hecho ningún aviso de regreso a clases presenciales en el mes de enero.
Saraí, Melani y Maritza no tienen un espacio donde trabajar, no tiene un escritorio o una mesa. Sus tareas las realizan sobre el colchón de las literas que les fueron donadas por gente que los ha conocido y que ayudan en lo que pueden. Se la pasan casi todo el día allí, a media luz, en sus camitas, haciendo trabajo a una velocidad mínima por la falta de tecnología adecuada.
La galera que les sirve como dormitorio, tiene una ventanita por donde se puede observar un extenso terreno verde en el que los padres de estas chicas se emplean con frecuencia como jornaleros. En segundo plano está la Autopista siglo XXI, los cerros verdes decorados con un cielo azul y, a veces, con algunas nubes blancas que también se desplazan hacia la lejanía.